Acerqué la piel suave del cuaderno a mi cara y sentí en mis labios el tacto amable del curtido, rojo guindilla.
Creo que me pedía a gritos que lo abriera, que rompiera la perfección impersonal de sus hojas blancas, o así lo sentí yo al menos. Y lo cierto es que jamás me ha abandonado esa sensación, esa urgencia, cada vez que lo he encontrado entre mis cosas, o cada vez que él me ha hallado a mí, por muchos años que hayan pasado.
Oliendo una vez más el amargo aroma de la piel, abrí el cerrojo dorado, levanté la tapa y descubrí, para mi asombro, que él ya había dejado dentro parte de lo que era nuestro, sólo nuestro:
“La palabra, mujer
no la digas aún
Aguarda
Que son bellos estos días
Valiosos por efímeros
No invada
el verbo
nuestra cerca
Deseémonos así
Sin futuro ni promesas
Sin las frases repetidas
Contente, corazón
No anheles la certeza
Renuncia a tu codicia
Y arriesga
De par en par las puertas
La huida ha de ser fácil
No te entregues todavía
No ganes la batalla
Sé duda
Sé capricho
Si hemos de morir,
Que hoy suceda
No han de ir nuestras pisadas
Por las huellas de los hombres
Conserva, amiga mía,
el barro del camino
Limpiémoslo despacio
Sin prisas ni palabras
Déjalo
Más bien que caiga solo
Tenemos unas horas:
La vida en tu suspiro
Respira
Calla
Observa
No cures mis heridas
Concentra en mí tus ojos
Condena las fronteras
No anuncie tu sonrojo
Amapola de esta noche
Que hará sangrar el alba
Que la vida nos concede
Una suerte insospechada
Tenerte entre mis brazos
Y siempre no llegar
Cada vez que en el silencio
Me acaricia tu perfume
Lo más tuyo
Que ya es nuestro
No hemos de soñar
Que aún hay un mañana
A este amor, mi buen amor
No arribe nunca el habla
La frágil tentación
De escaparnos del Ahora
Valdría nuestra muerte
Y si sólo fuera eso…”
¿Qué palabra era ésa? ¿Qué no debía mencionar aún, si mis labios apenas sabían pronunciar lo más sencillo? ¿Cómo explicar el torbellino de emociones que él había despertado en mí?
Si dijera que fue perfecto, los dos sabríamos que no fue así. Más bien podría decir que nuestro amor imperfecto, ése que pasó como un soplo, como un ladrón en la noche, habría de formar parte de mi vida y mi quehacer diario durante el resto de mis días, aun cuando de tiempo en tiempo lo olvidara. Y que su amor, su gran amor, ha movido los hilos de mis sentimientos, de forma que hay tanto de lo que soy ahora que le debo a la fortuna de encontrarme con él, que creo que al menos le debo lo único que de cierto me pidió: ¿qué fue aquello que aprendí? ¿de qué forma me cambió? ¿qué soy hoy, que no sería si él no hubiera aparecido en mi intensa y ordenada vida?
Hoy sé, pasado el tiempo, qué palabras eran ésas que no debía decir. Porque, de alguna manera, por medio de no sé qué extraño conocimiento, él sabía que, cuando yo fuera capaz de regalarle un “te quiero”, todo habría terminado.
A él, a quien tanto he querido, y a mí misma, por tantos motivos, nos dedico, desde hoy y hasta que la inquietud de registrar lo vivido me lo permita, este
LIBRO DE LAS COSAS APRENDIDAS
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